Hna. Patricia Pérez Sánchez, agustina. Monasterio de la Conversión (Ávila).
Video: Testimonio, a partir del minuto 25. – Email: hermanapatricia.osa@gmail.com
Soy Patricia, hermana agustina perteneciente al Monasterio de la Conversión, en Sotillo de la Adrada, Ávila. Entré en la vida religiosa en 2003 con 21 años e hice mi profesión solemne en 2012. Nací el 3 de marzo de 1982 en Talavera de la Reina, Toledo.
Tras una intensa vida de conocimiento de Jesús en el colegio de MM. Agustinas de mi ciudad natal, estudié Magisterio en la Universidad Complutense de Madrid y tras un tiempo de discernimiento en el que descubrí que el querer de Dios se correspondía plenamente con el deseo más profundo de mi corazón, entré en el Monasterio.
Al terminar la formación inicial de postulantado y noviciado hice la profesión temporal y comenzó en mi recorrido una etapa nueva con el inicio del estudio de la teología y, posteriormente, la licenciatura en teología espiritual, terminando con un máster en acompañamiento espiritual y discernimiento vocacional.
Actualmente mi dedicación principal es la formación en la etapa inicial: postulantado y noviciado, compaginado con otros acompañamientos pastorales, fruto de los encuentros que tenemos en el Monasterio de adultos y jóvenes a los que les acogemos para vivir una experiencia de comunión y conversión mediante la participación en la liturgia comunitaria, claves, conferencias, meditaciones…
De todos modos, si tuviese que decir verdaderamente a qué me dedico, diría que soy una buscadora de Dios, una mujer apasionada por la vida de Dios. Deseo vivamente hacer un camino de búsqueda donde Su Vida se convierta en la mía, donde mi corazón cerrado, tantas veces, se abra a la profundidad del misterio de Dios que no deja de buscarme. Por otra parte me entusiasma el ser humano, sus luces y sus sombras, sus fortalezas y fragilidades. Es por eso, que deseo, desde mi propia pequeñez, acompañarle y como Jesús, cargarlo sobre mi hombro y llevarlo al Padre que tanto le ama.
1.Ser joven y tener fe: ¿cómo se conjuga en tu vida?
La fe, además de ser una participación en el misterio de Dios, es sobre todo una adhesión existencial a Cristo como Señor de la vida, por tanto ser joven y tener fe no son dos proposiciones contrarias sino más bien correspondientes entre sí. El joven, por definición, es el inquieto que busca porque todavía no ha llegado a puerto. Busca la persona con la que compartir su vida, el espacio laboral en el que encontrarse reconocido, el horizonte al que dirigirse, y esto encuentra una clara correspondencia con Dios y por tanto con la fe. Esto es lo que me sucedió cuando en plena juventud, en medio de mis sombras, de mis búsquedas, de mis inquietudes, me encontré con Jesús. Él respondía a mis anhelos más profundos. Precisamente ser joven era la situación idónea para este Encuentro, porque toda yo era una pregunta lanzada al vacío, y fue en este momento cuando Jesucristo comenzó no a darme respuestas, sino a enseñarme a amar las preguntas y por tanto llenarlas de sentido. La soledad a la que se enfrenta el joven y que a toda costa quiere mitigar, se transformó en una soledad sonora, donde su compañía llenaba de luz mi vida cotidiana.
Esto mismo me sucede hoy. La vida no es fácil y la fe no elimina las dificultades de la condición humana. Encontrarse con Jesucristo, tener una profunda experiencia de Dios, en definitiva, ser un hombre o una mujer de fe, no es un antídoto contra el sufrimiento, no es la respuesta a lo que no sabemos solucionar con nuestros medios…, le fe es una relación con un Tú, Jesucristo, que te ama y enciende en cada instante una luz de sentido en el claroscuro de lo cotidiano, por eso no solo puedo decir que se conjuga sino que se convierte en un binomio que se impele recíprocamente, que es, en definitiva, inseparable.
2. ¿Cómo llegaste a descubrir que la llamada de Dios para ti era consagrar tu vida a Él?
Mi vocación tiene una génesis un poco larga porque tengo conciencia de querer ser monja desde que tengo uso de razón. Me eduqué, por gracia, en un colegio de Monjas Agustinas que en su trato con nosotras, en el espacio de un aula, una excursión o un recreo, despertaron en mí un deseo: ¡yo quiero ser como tú! Deseo infantil, afirmación de una niña que tiene idealizada a su profesora que es monja… ¡llámelo como quiera! Solo sé que en mí se encendió desde muy pequeña la identidad de consagrada y quedó grabado, sin que desapareciera, un deseo que todavía hoy reconozco en mi entraña más profunda.
Este deseo nunca se retiró aunque fue compaginado con otros muchos que fueron brotando en la adolescencia y primera juventud. Yo quería ser feliz, huir del dolor, del sufrimiento, del fracaso, de lo imperfecto, de lo inseguro… Vivir en un mundo así me provocaba una gran frustración. Fue en esta situación existencial-dolorosa donde en mi tierra brotaba otro deseo que se abría paso entre las zarzas y abrojos: ¡soy de Jesús!, ¡quiero conocerle!, ¡quiero encontrarme con Aquél que sana a los heridos, llama a los pecadores, se sienta con los rechazados… Si a estos les cambió la vida, ¡yo también quiero descubrirle!
Fue en octubre de 1998. Acababa de celebrarse la JMJ en París y el lema era el dialogo de Jesús con sus primeros discípulos en el primer capítulo del Evangelio de Juan: “¿Dónde vives?”, le preguntaron, a lo que Jesús respondió: “Venid y veréis”. En esta pregunta encontré las palabras que llevaba años formulando al Señor en modo de súplica y petición insistente: ¿Dónde vives, dónde estás? Y la respuesta que me daba era clara, se correspondía con aquél deseo que llevaba tanto tiempo sembrado en mi tierra: ¡vente conmigo!
El deseo de ser suya se hizo cada vez más fuerte, hasta el punto de no poder renunciar a Él. Ocupaba todo mi espacio, mis sueños, mis deseos, mis ilusiones y esperanzas. Es como enamorarse. Cuando esto sucede, todo lo que ves, haces, sueñas, deseas… tiene que ver con el amado. Esta experiencia tan humana, se hacía carne en mi entrañas y Jesús, como dice tan bellamente Ignacio de Antioquía, se fue convirtiendo en mi vida inseparable.
En la humildad de un pequeño pueblo de Palencia, donde vivían siete hermanas que estaban comenzando a vivir una nueva llamada dentro de la Orden de San Agustín, encontré el espacio en el que mi corazón se reconocía y como los discípulos antes citados, allí me quedé, aprendiendo a acoger el don de Dios para entregarlo a tantos que lo piden a gritos en nuestro mundo que hambrea encontrarse con Alguien que corresponda a sus anhelos más profundos.
3. ¿Qué es lo que más valoras de tu vocación consagrada?
La vocación consagrada es fascinante. Cuando das el paso no te imaginas lo que va a venir después. Al principio pensaba que yo era la protagonista de esta historia, que yo era la que me entregaba, la que respondía, la chica generosa que se fiaba de Dios y se atrevía a entregarse totalmente a Él.
¡Pobre de mí! Ahora, 15 años después de esto, solo puedo decir con San Agustín que la gracia nos precede siempre, que su gracia es la que hace posible cada pequeño paso que damos.
Lo que más me impresiona de la vocación es la fidelidad de Dios. Después de estos años soy testigo de la lealtad de Aquél que a pesar de nuestras vulnerabilidades y pobrezas, no se retira. He visto muchas veces, en situaciones muy concretas, que su promesa va más allá de nuestros cálculos, que su vida nos precede, empuja, arrastra, eleva, atrae… Él es.
Lo que más valoro de la consagración, lo que no deja de sorprenderme y conmoverme es la constatación de que ésta no se sostiene por nuestras fortalezas, por nuestras buenas intenciones, sino que solo es posible vivirla en suma pobreza, por pura gracia.
La consagración supone vivir desde lo que realmente somos y no desde las fantasías que continuamente nos formamos. Esta llamada, lejos de llevarnos a un idealismo distante de lo humano, nos pone delante de la tierra que somos, esta tierra que tanto nos cuesta amar, porque no se corresponde con lo que tantas veces, ingenuamente, esperamos de nosotros mismos. La consagración, y esto es lo que me resulta fascinante, se da en una tierra concreta y pobre. Jesús llama a hombres y mujeres incapaces del don recibido, pero que, por pura gracia, son capacitados para llevar un tesoro. La consagración en un don inestimable, un tesoro. Ahora bien, está -como dice Pablo- en vasijas de barro, y esta segunda afirmación nos cuesta un poco más asumirla. Recuerdo en una de las primeras formaciones que tuve, que mi formadora me dijo: Patricia, para ser mujer consagrada, primero hay que ser mujer y luego, consagrada. ¡Esto es lo impresionante! La llamada no elimina nada de lo que somos, no lo desdeña, sino que al contrario, lo lleva a su plenitud. Dios ha amado mi pobreza y me ha llevado en primer lugar a la aceptación incondicional y gozosa de lo que soy efectivamente. Aceptar mis contradicciones, mis claroscuros y mis desalientos me ha llevado a ser tierra abierta al cielo, a Dios, a su actuar en mi vida real, y por tanto a ser consagrada, tocada por Él que es el Todo Santo.
La gracia, también es verdad, tiene sus cauces concretos y en mi caso, como Agustina, la fraternidad ha sido un valor insustituible en mi camino vocacional.
Yo soy quien soy gracias a mis hermanas. Ellas me han cuidado, han hecho que mi tierra, pobre tierra, tuviese la posibilidad de dar fruto y de dejar que las raíces de mi historia y mi llamada se agarrasen a ella. Ellas abrazaron y abrazan mis inconsistencias y desalientos, mis pobrezas y desatinos. Esto es igual de impresionante que lo anterior. ¡Qué fácil nos resulta acoger los dones del otro! Pero lo que es oscuro, lo que está dañado, el ala de cisne que todos llevamos… cuando es abrazado por alguien que -como Jesús- te dice “¡Confío en ti!”, la vida, en su vulnerabilidad, se abre a la gracia que nos busca sin cesar.
Valoro muchísimo que me hayan enseñado a amar al ser humano en su pobreza y fragilidad. Amándome a mí me mostraron el camino. Dios, en Jesús, se hizo vulnerable y nosotros, que nos pasamos la vida huyendo de nuestras vulnerabilidades y fracasos, estamos llamados a enseñar este camino, que es puramente evangélico, al hombre de hoy que se acerca a nuestras casas religiosas.
Me llena de alegría que me hayan enseñado a amar así y por ende, valoro la posibilidad de hacer esto mismo con tantos que se acercan a mi vida.
Finalmente estimo, como un tesoro inigualable, la estabilidad de Dios en mí y ante mí. Yo voy y vengo, pero Él está. Me siento tan segura en Él, tan amada, tan estable…, por eso la vida interior, es para mí fundamental. Vivir a la escucha de la Palabra, custodiar el corazón, hacer silencio, contemplar su presencia que es siempre brisa suave es la gran ocupación del consagrado, es el valor más alto, es el lote precioso que me ha tocado, por eso, con el salmista puedo decir: “¡me encanta mi heredad!”
4. A una persona joven que se plantease la posibilidad de consagrar su vida a Dios, ¿qué le dirías?
No son pocas las jóvenes que se acercan a nuestro Monasterio con este deseo. Cuando alguien ha sentido el atractivo de Jesucristo, no hay que convencerle de que es un camino fascinante porque ya lo ha contemplado. Más bien hay que ayudarle a profundizar en la experiencia vivida para que la respuesta sea un fruto suficientemente maduro que no se pierda.
Consagrar la vida a Dios o, por decir mejor, ser consagrados por Él, no es una opción que uno se plantea entre muchas, sino que más bien es un fruto que va creciendo dentro y que sin haberlo programado, uno está llamado a reconocerlo.
Por tanto, si una persona joven compartiese conmigo este don nacido en sus entrañas, le animaría en primer lugar a custodiarlo, a hacerlo crecer con la oración y la vida de búsqueda de Dios. En segundo lugar, le ayudaría a ver cómo es lo que experimenta, hacia dónde le lleva, qué miedos le provoca, qué entusiasmo, qué dudas…
Finalmente, le invitaría a estar cerca no solo del Señor sino de alguien que le acompañe en este camino. No es fácil desentrañar, entre nuestras complejas marañas internas, el fruto en su pureza. Casi siempre requiere de un trabajo y atención laboriosa, delicada, lenta, que vaya clarificando la llamada recibida. Ahora bien, siempre hay un punto de riesgo en el que uno, tras esta experiencia, tiene que avanzar y confiarse en los brazos amorosos de Aquél que no defrauda.
A un joven que quisiera seguir a Cristo, le diría, con las palabras del Hno. Roger de Taizé, que para ponerse en el camino del seguimiento hay, en primer lugar, que confiar sin mirar atrás y acoger el amor infinito de Dios que no deja de salir a nuestro encuentro. Él nos busca y nos elige en nuestra pobreza, para hacernos testigos de esperanza en el mundo. Él, con nuestro pobre barro, sueña con un santo, y ponerse en el camino del seguimiento es avanzar por la senda de la santidad que lejos de empequeñecer nuestra vida, la hace plena y gozosa.
Finalmente le diría que el “sí” a Jesús se da cada día. No hay que pretender, precisamente porque somos muy frágiles, calcular nuestras fuerzas y lo que estas nos durarán. Si yo hubiera hecho este cálculo, no estaba aquí, estoy segura. Para mí fue providencial encontrarme con Santa Teresa del Niño Jesús que, en su pequeñez, decía al Señor: “Para amarte en la tierra no tengo más que hoy”. Al joven que se siente llamado le diría, en definitiva: sólo tienes el hoy para entregarte y para amar. Deja de calcular y prever posibles dificultades, deja de mirar si te compensa a largo plazo o no, si merecerá la pena entregar tanto, si te realiza -palabra tan de moda en nuestros días… Solo tienes el hoy. San Agustín lo comprendió y esto mismo le llevó a dar el paso. En el libro de las Confesiones dice: “Hasta cuándo, mañana, mañana, ¿por qué no hoy?, ¿por qué no ahora mismo?”
Porque la Encarnación es el mostrarse de Dios al hombre, lo histórico, lo espacio-temporal, es la posibilidad del kairós, por tanto, si tú quieres seguir a Jesús en el camino de la Consagración, vive tu hoy en Él, entrégate sin miedo, no huyas de tu pobreza, gózate en tu fragilidad, porque ella es la grieta de tu tierra que se abre al cielo con un grito constante: ¡Sálvame! ¡Gracias! ¡Cuánto bien!
Fuente: rpj.