La esperanza perdida, encontrada y comunicada.
El Camino de Emaús, donde Jesús animó a sus discípulos, abierto a los peregrinos.
El Papa Francisco ha establecido que a partir de este domingo 26 de enero de 2020, cada III Domingo del Tiempo Ordinario del año litúrgico, se celebre el Domingo de la Palabra de Dios. Es una iniciativa del Pontífice, que tiene como objetivo reavivar la responsabilidad que los creyentes tienen en el conocimiento de la Sagrada Escritura y en mantenerla viva mediante un trabajo de transmisión y comprensión permanente, capaz de dar sentido a la vida de la Iglesia en las diversas condiciones en las que se encuentra.
El Consejo Pontificio para la Promoción de la Nueva Evangelización, recurre a un logotipo característico, que sea como un espacio de catequesis que ayude a comprender el significado de la celebración de este domingo. En este caso se ha tomado una escena bíblica muy conocida: el camino de los discípulos a la aldea de Emaús (cf. Lc 24,13-35), cuando en un momento dado del trayecto se acerca Jesús resucitado.
El icono destaca muchos aspectos que convergen en el Domingo de la Palabra de Dios. Se pueden observar, en primer lugar, los personajes. Junto al Cristo que tiene en sus manos el «pergamino del Libro», es decir, la Sagrada Escritura que se cumple en su persona, están los dos discípulos: Cleopa, como escribe explícitamente Lucas, y, según algunos exegetas, su esposa. Los dos rostros de los discípulos están vueltos al Señor; sus manos indican, respectivamente, la mano izquierda de la mujer a Cristo mismo, para afirmar que él es el cumplimiento de las antiguas promesas y la Palabra viva que debe ser anunciada al mundo; la mano izquierda de Cleopa indica, en cambio, el camino que los discípulos deben recorrer para llevar a todos la buena nueva del Evangelio.
El camino de Emaus. Reavivar en nuestro corazón el calor de la fe y de la esperanza.
La resurrección de Cristo, realizada en las primeras horas del domingo, es un hecho que los Evangelios afirman de modo claro y rotundo. Junto a la presentación de los primeros testimonios del sepulcro vacío -las santas mujeres, los apóstoles Pedro y Juan-, narran diversas apariciones de Jesús resucitado. Entre todas, la de los discípulos de Emaús, descrita con detalles conmovedores por san Lucas.
Conocemos bien el principio del relato: “ese mismo día, dos de ellos se dirigían a una aldea llamada Emaús, que distaba de Jerusalén sesenta estadios. Iban conversando entre sí de todo lo que había acontecido. Y mientras comentaban y discutían, el propio Jesús se acercó y se puso a caminar con ellos, aunque sus ojos eran incapaces de reconocerle” (Lc 24, 13-16).
Por los detalles que aporta san Lucas, podría parecer sencillo localizar la aldea a la que se dirigían Cleofás y el otro discípulo. Sin embargo, al contrario de lo que ocurre con muchos lugares de Tierra Santa, el transcurrir de los siglos y los acontecimientos de la historia no han sido indiferentes, de forma que hoy en día cabe identificar varios sitios con la Emaús evangélica. Algunos merecen mayor credibilidad, no solo porque gozan del consenso de los estudiosos, sino también porque actualmente son meta de peregrinación.
“En nuestros caminos Jesús resucitado se hace compañero de viaje para reavivar en nuestro corazón el calor de la fe y de la esperanza”
En la Pascua de 2008, Benedicto XVI se refirió al hecho de que no haya sido identificada con certeza la Emaús que aparece en el Evangelio:
“hay diversas hipótesis, y esto es sugestivo, porque nos permite pensar que Emaús representa en realidad todos los lugares: el camino que lleva a Emaús es el camino de todo cristiano, más aún, de todo hombre. En nuestros caminos Jesús resucitado se hace compañero de viaje para reavivar en nuestro corazón el calor de la fe y de la esperanza y partir el pan de la vida eterna”
(Benedicto XVI, Ángelus, 6-IV-2008).
La presencia del Señor inspiraba una gran confianza, pues con apenas dos frases provocó la confidencia de los discípulos: “comprende su dolor, penetra en su corazón, les comunica algo de la vida que habita en Él” (Es Cristo que pasa, n. 105). Sus esperanzas de que Jesús redimiera a Israel habían terminado con la crucifixión. Al salir de Jerusalén, sabían ya que su cuerpo no se encontraba en el sepulcro, y que las mujeres afirmaban haber recibido el anuncio de su resurrección a través de unos ángeles; pero no creen (Cfr. Lc 24, 17-24), están tristes y titubeantes en la fe.
“Entonces Jesús les dijo: -¡Necios y torpes de corazón para creer todo lo que anunciaron los Profetas! ¿No era preciso que el Cristo padeciera estas cosas y así entrara en su gloria? Y comenzando por Moisés y por todos los Profetas les interpretó en todas las Escrituras lo que se refería a él” (Lc 24, 25-27).
¡Qué conversación sería aquella! Pero “se termina el trayecto al encontrar la aldea, y aquellos dos que -sin darse cuenta- han sido heridos en lo hondo del corazón por la palabra y el amor del Dios hecho Hombre, sienten que se vaya. Porque Jesús les saluda con ademán de continuar adelante” (Amigos de Dios, n. 314). Sin embargo, “los dos discípulos le detienen, y casi le fuerzan a quedarse con ellos” (Es Cristo que pasa, n. 105). Le ruegan: “mane nobiscum, quoniam advesperascit, et inclinata est iam dies” (Lc 24, 29); quédate con nosotros, porque sin ti se nos hace de noche.
Jesús se queda, “y cuando estaban juntos a la mesa tomó el pan, lo bendijo, lo partió y se lo dio. Entonces se les abrieron los ojos y le reconocieron, pero él desapareció de su presencia. Y se dijeron uno a otro: -¿No es verdad que ardía nuestro corazón dentro de nosotros, mientras nos hablaba por el camino y nos explicaba las Escrituras?” (Lc 24, 30-32).
El Señor quiso aparecerse a Cleofás y a su compañero de un modo corriente, como un viajero más, sin hacerse reconocer inmediatamente. Como los treinta años de vida oculta de Jesucristo.
La reacción de los discípulos de Emaús, que se levantaron al instante y regresaron a Jerusalén (cfr. Lc 24, 33), también supone una lección para todos los hombres: “Se abren nuestros ojos como los de Cleofás y su compañero, cuando Cristo parte el pan; y aunque Él vuelva a desaparecer de nuestra vista, seremos también capaces de emprender de nuevo la marcha -anochece-, para hablar a los demás de Él, porque tanta alegría no cabe en un pecho solo.
Fuente: Primeros cristianos.
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