San Agustín

San Pablo VI y santa Mónica. Santa Mónica siempre junto a su hijo san Agustín.

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Debemos a Pablo VI la presencia-permanencia de santa Mónica en el calendario de la Iglesia.

El 27 de agosto se celebra la fiesta dedicada a Santa Mónica, madre de San Agustín, de fe firme y profundos valores cristianos en lo cotidiano. La oración fue su fortaleza en toda su vida. Con fe y amor a Dios logró su mayor deseo: la conversión de su esposo y su hijo San Agustín. El Prior de la Orden de San Agustín, explica la conversión de San Agustín y cómo puede servir de modelo para los jóvenes de hoy.

Santa Mónica.

No me cansaré de agradecer a san Pablo VI su devoción a santa Mónica, de alguna manera equiparable a la que nunca dejó de sentir por san Agustín. Los buenos «montinólogos» saben de su telegrama anual de felicitación el 28 de agosto por la mañana, siendo todavía sustituto de la Secretaría de Estado, a su amigo el patrístico agustino padre Antonio Casamassa. Y de sus frecuentes visitas como arzobispo de Milán, para rezar en Pavía, a la caída de la tarde, en la basílica de San Pietro in Ciel d’Oro (en cielo áureo), ante las reliquias del santo Obispo de Hipona.

Murió Mónica en el año 387, a los 55 años de edad, y recibió cristiana sepultura en Ostia Tiberina [hoy sus cenizas reposan en un sencillo sepulcro debajo de un altar, al fondo de la nave izquierda de la iglesia de San Agustín, no lejos de la romana Piazza Navona]. Su amadísimo hijo Agustín estuvo en todo momento a su lado, presa de filial dolor y contenido llanto durante las exequias. Hasta que su corazón no pudo más y se rindió con los dulces y tiernos sentimientos a ella consagrados en esta sublime página de las Confesiones:

«Entonces sentí ganas de llorar en tu presencia sobre ella y por ella, sobre mí y por mí. Y di rienda suelta a mis lágrimas reprimidas para que corriesen a placer, poniéndolas como un lecho a disposición del corazón. Este halló descanso en las lágrimas. Porque allí estabas tú para escuchar, no un hombre cualquiera que habría interpretado desconsideradamente mi llanto.

Ahora, Señor, te confieso todo esto en estas páginas. Que las lea el que quiera y que las interprete como quiera. Y si estima pecado el que yo haya llorado durante una hora escasa a mi madre de cuerpo presente, mientras ella me había llorado durante tantos años para que yo viviese ante tus ojos, que no se ría. Al contrario, si tiene una gran caridad, que llore también él por mis pecados en presencia tuya, Padre de todos los hermanos de tu Cristo […].

Descanse, pues, en paz con su marido, antes del cual y después del cual no tuvo otro. A él sirvió ofreciéndote el fruto de su paciencia, a fin de conquistarle para ti. Inspira, Señor y Dios mío, inspira a tus siervos, mis hermanos; a tus hijos, mis amos, a quienes sirvo con el corazón, la palabra y los escritos, de modo que todos cuantos lean estas palabras se acuerden ante tu altar de Mónica, tu sierva, y de Patricio, en otro tiempo su marido, mediante cuya carne me introdujiste en esta vida no sé cómo» (Conf. 9, 12, 33. 13, 37). ¡Sencillamente delicioso!

Debemos a Pablo VI la presencia-permanencia de santa Mónica en el calendario de la Iglesia. Su intervención cuando la reforma posconciliar evitó el desaguisado que algún sabelotodo, siempre hay alguno detrás del Portón de Bronce, y con graves dioptrías teológicas, iba a perpetrar, pues había dado ya con su memoria en la papelera. Su fiesta se había venido celebrando el 4 de mayo, pero llegaron las reformas posconciliares con mociones y remociones, y tardó poco en saltar la osadía del atildado chupatintas, decidido no ya a rebajarla, sino pura y simplemente a barrerla por completo de la liturgia, ¡que se necesitan tragaderas y cinismo en el despropósito!

Me lo contó allá en la Roma eterna el director de mi tesis doctoral, padre Agostino Trapè, muy amigo, por cierto, de Pablo VI, a quien el Papa en persona refirió el lance. Flanqueado por los monseñores de turno, y con las pruebas del calendario sobre su escritorio, Su Santidad llegó al 4 de mayo y advirtió de pronto que allí faltaba santa Mónica. En medio de un profundo silencio, siguió avanzando despacio unas hojas más, pocas, y retrocedió de pronto otras tantas, no más que por ver si había quedado perdida u olvidada por el camino.

Comprobado que no aparecía por ningún sitio, Pablo VI rompió el incómodo silencio: «Pero ¿dónde habéis puesto a santa Mónica, que no la veo por ninguna parte?», para insistir temiéndose lo peor: « ¡No habréis tenido el atrevimiento de eliminarla completamente del calendario!». A los pobrecitos monseñores un color se les iba y otro se les venía. ¡Y anda que no hay por allí trepadores ni nada para que lances como éste den con ellos en el suelo! Entonces fue –recuerdo hasta el gesto del padre Trapé contándolo- cuando el agustinólogo de raza que era Pablo VI, tirando de estilográfica, sentenció mientras escribía: «¿No es cierto que santa Mónica estuvo siempre junto a su hijo? Pues llevémosla al 27 de agosto, dado que el 28 es la fiesta de san Agustín».

Omito ahora pruebas y pruebas a favor de aquella esposa y madre y santa de una sola pieza. Son muchas las que podrían corroborar, por ejemplo, que detrás de un hombre hay siempre una mujer. Jamás se apartó del fruto de sus entrañas alumbrado a la vida temporal cuando ella era todavía una jovencita de 23 años. Éste se lo agradecerá en una página inmortal de las Confesiones, pues «Ella, dice, era quien hacía las diligencias para que tú, Dios mío, fueras mi padre».

Cuando se desboque hacia el maniqueísmo, Mónica su madre, educada en la fe y pendiente siempre del hijo, redoblará lágrimas y súplicas, unión con Dios y consulta a los maestros. Tanta es aquí su fe y su insistencia tanta, que un sabio prelado anónimo -¡lástima!- acabará su diálogo con la santa mujer africana, madre de uno de los más grandes genios del Cristianismo, terciando en estos términos: «Es imposible que se pierda el hijo de esas lágrimas».

Las de Mónica fueron abundantes. Amargas primero viendo perdido al hijo. Gozosas después, recuperado éste merced a la superabundante remuneración divina. Mistéricas en la Vigilia madre de todas las santas vigilias, cuando el bautismo del hijo y del nieto (noche del 24 al 25.IV.387). Místicas y líricas, presintiendo cercano el gaudium de veritate de la otra vida, en el éxtasis de Ostia.

De un tiempo acá, suele barajarse como solución ideal de las crisis juveniles la del seguimiento: acompañar, asistir, animar, estar siempre al quite. Santa Mónica fue cabal ejemplo de esta terapia. Siguió al hijo contra viento y marea, por tierra y por mar, convencida de que sólo con perseverancia en el seguimiento acabaría cayendo la fruta madura de la suerte. Y cayó.

Cuando los arrianos cercaron la basílica de Milán, Mónica la intrépida supo encerrarse dentro de aquellos muros venerandos con el pueblo fiel junto al obispo san Ambrosio. «Allí mi madre, tu sierva –recuerda el hijo–, que por su celo era la primera en las vigilias, vivía de oraciones». A san Andrés apóstol cabe la dicha de haber presenciado cuando Jesús y su hermano Pedro se miraron por primera vez a los ojos. A Mónica, por su parte, otro tanto, salvadas las distancias, cuando hicieron lo mismo dos grandes Padres y Doctores de la Iglesia: san Ambrosio y san Agustín. Espíritu vivo de la joven Iglesia de Milán, asistió al nacimiento de algunos himnos ambrosianos, por ella cantados con embeleso en medio de la masa coral.

«Se las ingeniaba para poner en juego sus dotes pacificadoras entre cualquier tipo de personas que estuviese en discordia o disidencia», precisa el hijo. Palabras, las suyas, de comprensión ante las partes enfrentadas, fruto de largos silencios y pacientes escuchas, fina actitud de convivencia y ápice de la sabiduría, magisterio de acción y contemplación. San Agustín su hijo, que no duda en atribuir la conversión a las lágrimas de su madre, concluye: «Esta era la pauta de mi madre. Se la habías enseñado tú, maestro suyo íntimo, en la escuela de su corazón».

El mundo actual está sobrado de maestros que lo cifran todo en sus propias fuerzas. Y falto, en cambio, de almas sencillas como santa Mónica; de madres cercanas siempre al hijo, de mujeres hechas dulce caricia de oración y discreto silencio para dejar a Dios la última palabra. Necesitamos apóstoles y misioneros de reconciliación, maestros del diálogo y del entendimiento y de la sensatez. Mónica lució generosa estos valores a fuerza de sentirse alumna del Maestro interior, pues «todos cuantos la conocían hallaban en ella sobrados motivos para alabar, honrar y amar a Dios». ¿Son acaso pocos estos méritos para figurar en el calendario universal de la Iglesia? ¡Genial Pablo VI! Igual que muchos siglos atrás lo fue san Agustín haciendo un panegírico no de las cualidades de su madre, sino de los dones de Dios en ella (Cf.Conf. 9, 8, 17).

Algunas pinturas la presentan vestida de monja: así lo hacían por costumbre entonces las mujeres dadas a la vida espiritual, despreciando adornos y aparcando vestimentas vanidosas. A veces se la ve con bastón de caminante, debido sin duda a los viajes en pos del hijo de sus lágrimas. Tampoco faltan lienzos donde posa con un libro en la mano, para rememorar la conversión del hijo, cuando por inspiración divina leyó al azar una página de la Biblia (Rm 13, 13s). Contiene, sin duda, las mejores claves para entender al Agustín esencial, ese que se le resiste a ciertos escritores y teólogos empeñados en darnos a un san Agustín de Hipona a quien no reconocería ni santa Mónica rediviva.

Fuente: Periodista digital.  Texto: Pedro Langa.

Portada: visita del Papa Francisco a la Iglesia de san Agustín de Roma el día de la Fiesta de santa Mónica (27/08/2018).

Tumba de santa Mónica en la Iglesia de san Agustín en Roma.

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Sacerdote católico y agustino (OSA). Pedagogo, educador, evangelizador digital. Aljaraque (Huelva) España. Educación: Universidad Pontificia Comillas.
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