El Papa: Hermano latinoamericano, canta y camina sin miedo como lo hizo tu Madre.
Mi alma canta la grandeza del Señor, y mi espíritu se estremece de gozo en Dios, mi salvador, porque él miró con bondad la pequeñez de su servidora» (Lc 1,46-48). Así comienza el canto del Magníficat y, a través de él, María se vuelve la primera «pedagoga del evangelio» (CELAM, Puebla, 290): nos recuerda las promesas hechas a nuestros padres y nos invita a cantar la misericordia del Señor.
María nos enseña que, en el arte de la misión y de la esperanza, no son necesarias tantas palabras ni programas, su método es muy simple: caminó y cantó.
María caminó y cantó.
Así nos la presenta el evangelio después del anuncio del Ángel. Presurosa —pero no ansiosa— caminó hacia la casa de Isabel para acompañarla en la última etapa del embarazo; presurosa caminó hacia Jesús cuando faltó vino en la boda; y ya con los cabellos grises por el pasar de los años, caminó hasta el Gólgota para estar al pie de la cruz: en ese umbral de oscuridad y dolor, no se borró ni se fue, caminó para estar allí.
Caminó al Tepeyac para acompañar a Juan Diego y sigue caminando el Continente cuando, por medio de una imagen o estampita, de una vela o de una medalla, de un rosario o Ave María, entra en una casa, en la celda de una cárcel, en la sala de un hospital, en un asilo de ancianos, en una escuela, en una clínica de rehabilitación… para decir: «¿No estoy aquí yo, que soy tu madre?» (Nican Mopohua, 119). Ella más que nadie sabía de cercanías. Es mujer que camina con delicadeza y ternura de madre, se hace hospedar en la vida familiar, desata uno que otro nudo de los tantos entuertos que logramos generar, y nos enseña a permanecer de pie en medio de las tormentas.
En la escuela de María aprendemos a estar en camino para llegar allí donde tenemos que estar: al pie y de pie entre tantas vidas que han perdido o le han robado la esperanza.
En la escuela de María aprendemos a caminar el barrio y la ciudad no con zapatillas de soluciones mágicas, respuestas instantáneas y efectos inmediatos; no a fuerza de promesas fantásticas de un seudo-progreso que, poco a poco, lo único que logra es usurpar identidades culturales y familiares, y vaciar de ese tejido vital que ha sostenido a nuestros pueblos, y esto con la intención pretenciosa de establecer un pensamiento único y uniforme.
En la escuela de María aprendemos a caminar la ciudad y nos nutrimos el corazón con la riqueza multicultural que habita el Continente; cuando somos capaces de escuchar ese corazón recóndito que palpita en nuestros pueblos y que custodia —como un fueguito bajo aparentes cenizas— el sentido de Dios y su trascendencia, la sacralidad de la vida, el respeto por la creación, los lazos de solidaridad, la alegría del arte del buen vivir y la capacidad de ser feliz y hacer fiesta sin condiciones, ahí llegamos a entender lo que es la América profunda (cf. Encuentro con el Comité Directivo del CELAM, Colombia, 7 septiembre 2017).
María camina llevando la alegría de quien canta las maravillas que Dios ha hecho con la pequeñez de su servidora. A su paso, como buena Madre, suscita el canto dando voz a tantos que de una u otra forma sentían que no podían cantar. Le da la palabra a Juan —que salta en el seno de su madre—, le da la palabra a Isabel —que comienza a bendecir —, al anciano Simeón —y lo hace profetizar y soñar —, enseña al Verbo a balbucear sus primeras palabras.
En la escuela de María aprendemos que su vida está marcada no por el protagonismo sino por la capacidad de hacer que los otros sean protagonistas. Brinda coraje, enseña a hablar y sobre todo anima a vivir la audacia de la fe y la esperanza. De esta manera ella se vuelve trasparencia del rostro del Señor que muestra su poder invitando a participar y convoca en la construcción de su templo vivo. Así lo hizo con el indiecito Juan Diego y con tantos otros a quienes, sacando del anonimato, les dio voz, les hizo conocer su rostro e historia y los hizo protagonistas de esta, nuestra historia de salvación. El Señor no busca el aplauso egoísta o la admiración mundana. Su gloria está en hacer a sus hijos protagonistas de la creación. Con corazón de madre, ella busca levantar y dignificar a todos aquellos que, por distintas razones y circunstancias, fueron inmersos en el abandono y el olvido.
En la escuela de María aprendemos el protagonismo que no necesita humillar, maltratar, desprestigiar o burlarse de los otros para sentirse valioso o importante; que no recurre a la violencia física o psicológica para sentirse seguro o protegido. Es el protagonismo que no le tiene miedo a la ternura y la caricia, y que sabe que su mejor rostro es el servicio. En su escuela aprendemos auténtico protagonismo, dignificar a todo el que está caído y hacerlo con la fuerza omnipotente del amor divino, que es la fuerza irresistible de su promesa de misericordia.
En María, el Señor desmiente la tentación de dar protagonismo a la fuerza de la intimidación y del poder, al grito del más fuerte o del hacerse valer en base a la mentira y a la manipulación. Con María, el Señor custodia a los creyentes para que no se les endurezca el corazón y puedan conocer constantemente la renovada y renovadora fuerza de la solidaridad, capaz de escuchar el latir de Dios en el corazón de los hombres y mujeres de nuestros pueblos.
María, «pedagoga del evangelio», caminó y cantó nuestro Continente y, así, la Guadalupana no es solamente recordada como indígena, española, hispana o afroamericana. Simplemente es latinoamericana: Madre de una tierra fecunda y generosa en la que todos, de una u otra manera, nos podemos encontrar desempeñando un papel protagónico en la construcción del Templo santo de la familia de Dios.
Hijo y hermano latinoamericano, sin miedo, canta y camina como lo hizo tu Madre.
La bonita historia de la Virgen de Guadalupe para los niños
Cuento de la Patrona de México para los niños. Juan Diego y la Virgen de Guadalupe
Cuenta la historia, que hace muchos años, en un lugar de México donde se levanta el Monte Tepenyac, vivía un pequeño indio llamado Juan Diego, junto con su tío Bernardino.
Juan Diego era un niño muy bueno, que siempre ayudaba a su tío en todas las tareas de la casa y del trabajo, pues el hombre estaba muy enfermo y apenas podía sostenerse en pie.
Una fría mañana de un 9 de diciembre de 1531, Juan Diego iba camino de la ciudad a sus clases, cuando al pasar cerca del cerro Tepeyac una voz le llamó.
Juan Diego no sabía quién le llamaba, así que ascendió la cumbre del monte, desde donde procedía la voz, para ver quién era.
Allí se encontró con una mujer muy bella, que con dulces palabras le dijo:
- Juan Dieguito, mi pequeño, soy la Virgen María, la madre de Dios, y deseo que sobre esta cumbre se me construya un templo para atender a los que me necesitan. Con este templo las personas del pueblo podrán venir a contarme sus penas y dolores y yo podré ayudarles. Por favor, ve al palacio del obispo y transmítele mis palabras.
- Claro que sí mi señora, ahora mismito voy -contestó Juan Diego mientras salía corriendo hacia el pueblo.
En aquel tiempo, el obispo era un español llamado Fray Juan de Zumárraga, monje Franciscano que llevaba un tiempo en aquella tierra evangelizando al pueblo indígena.
El obispo escuchó al niño atentamente:
- Juan Diego, entiendo tu fervor por la Virgen, pero si me trajeras una prueba yo te creería y levantaría el templo tal como dices que la virgen te ha pedido.
Juan Diego volvió corriendo muy ilusionado hacia la cima del Monte Tepenyac, para contarle a la Virgen lo sucedido.
- Tranquilo Juan Diego – dijo la Virgen – mañana temprano ven de nuevo y yo te daré la prueba que el obispo necesita.
Pero a la mañana siguiente el tío de Juan Diego se puso muy enfermo y pidió a su sobrino que llamase a un sacerdote para que le diera la extremaunción.
Así que Diego, corrió y corrió, bordeando el monte Tepeyac para no perder tiempo, en busca del sacerdote.
De pronto la Virgen se le apareció:
-¿A dónde vas corriendo Juan Diego?
- Lo siento virgencita, no he podido venir a verte porque mi tío está muy enfermo y necesita ayuda – le dijo muy triste Juan Diego.
- No te preocupes mi niño, yo te aseguro que tu tío va a estar bien, pero necesito que vayas a hablar con el obispo y le entregues la prueba que te voy a dejar. Sube al cerro, allí encontrarás cientos de rosas que es imposible que florezcan con este frío. Córtalas y llévalas en tu manto al obispo, eso bastará para que te crea.
Juan Diego, hizo lo que la Virgen le dijo, y se encaminó al palacio del obispo.
- ¡Señor obispo, le traigo la prueba que me pidió! – le dijo Juan Diego desplegando su manto sobre el suelo.
- Al instante cayeron desparramadas por el suelo todas las rosas que había recogido. Junto a ellas, estaba la imagen de la Virgen impresa en el manto del niño.
- ¡Milagro, milagro, la Virgen ha hecho un milagro! – gritó el obispo.
En ese mismo instante decidió construir la iglesia sobre la cima del monte Tepeyac.
Cuando Juan Diego llegó a su casa, y encontró a su tío completamente curado.
- ¡Diego, la Virgen ha venido a verme y me ha curado! También me ha dicho que, a partir de ahora se la conocerá como la Virgen de Guadalupe.